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GONZALO SUÁREZ Premio Nacional de Narrativa

El mundo de Juanjo

GONZALO SUÁREZ 14/10/2008. El País

Ni tonto, ni muerto, ni bastardo, pero invisible. Así es Millás. Y los premios con los que pueda tropezar en su camino no lo harán menos intangible, a pesar de su aparentemente tangible presencia en los medios. ¿Qué diablos quiere decir la palabra medios?, me pregunto remedándole. Y, citando la cita que, con perdón, él cita de Platón: lo que tomamos por realidad es sólo una copia imperfecta de la realidad.

De lo que deduzco que Juan José Millás es una copia perfecta de su irrealidad. Soy consciente de que, diciendo lo que antecede, sigo remedando a Millás. Es difícil entrar en un territorio que es su coto lógico-sardónico- literario y salir de él sin compartir un trago de lucidez en vaso corto, sin agua y sin hielo. Bastaría concatenar algunos títulos de sus libros para hacernos una idea desordenada de los lindes de ese territorio sin lindes: El jardín vacío, Letra muerta, El desorden de tu nombre, La soledad era esto, No mires debajo de la cama o El ojo de la cerradura por donde se ve El mundo, tal y cómo él lo percibe, sabedor de que Hay algo que no es como me dicen y ya no es necesario coger ningún tranvía para transitar por el barrio de los muertos.

Ahora están por todas partes, incluso por zonas peatonales. Uno se cruza con ellos y nunca se está del todo seguro de si no son ellos los que se cruzan contigo. Ése es el mundo de Millás, al que admiro y quiero. Y, desde ese mundo, que no es el otro mundo sino su mundo y nuestro mundo, Millás acecha, día a día, encaramado en sus columnas o asomado al visor de una cámara, y nos descubre con terrorífico estupor, valga la redundancia, que estamos hechos no sólo de la materia misma de los sueños sino, y sobre todo, de los mismos cromosomas que las moscas. Pero no sabemos volar.

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JOSÉ CARLOS MAINER Premio Nacional de Narrativa

Para los que no se fían de la "realidad"

JOSÉ CARLOS MAINER 14/10/2008. El País

¿Habrá que empezar por recordar que los novelistas españoles que nacieron en los años cuarenta y empezaron a publicar a final de los setenta -como fue el caso de Juan José Millás- constituyen ya un capítulo fundamental de nuestra literatura? No nos debería extrañar demasiado si pensamos que tienen la misma edad que algunos de los narradores internacionales que han reinventado la novela después de los pasos en falso que se dieron en los 15 años precedentes: pienso en Ian McEwan y Kazuo Ishiguro, en Ricardo Piglia y César Aira, en Haruki Murakami y W. G. Sebald, en Margaret Atwood y J. M. Coetzee (aunque sean los más veteranos de todos), en Patrick Modiano y en algún otro más.

Entre sí, no se parecen en casi nada. O quizá sí. Comparten, en cualquier caso, la memoria de un pasado espeso que sus mayores encerraron bajo espesas capas de hipocresía, y que ellos se han dedicado a excavar: no tanto como heraldos de rebeldías (como pudo ocurrir en las letras airadas de los cincuenta) sino como sutiles analistas de perplejidades, silencios y acomodos. Millás publicó en 1975 una de esas novelas -Cerbero son las sombras- a las que solamente una segunda edición, el paso del tiempo y el despliegue de sus hallazgos temáticos proporcionaron una perspectiva suficiente. El lector de 1975 pudo creer que aquel relato de una clandestinidad sin aparente motivo, mezclado a un turbio ajuste de cuentas sentimentales en el marco de una familia, era un tardío reflejo de Kafka y uno de los últimos latidos valiosos de aquella narrativa de vanguardia que ya hemos olvidado. En realidad, era un aviso de todo lo que empezaba a importar, ahora que éramos libres... En 1977, Visión del ahogado fue ya reconocida como un signo eficacísimo de que la libertad no nos había hecho felices, ni nos había librado de nuestros fantasmas: lo sabían bien una joven pareja, Jorge y Julia, que copula para no acordarse de nada, y Luis el Vitaminas, el drogadicto perseguido, que tiene en su refugio todo el tiempo para recordar.

Después, ya en los ochenta, Millás supo también que los testimonios de mujer -La soledad era esto, El desorden de tu nombre y No mires debajo de la cama más tarde- eran fundamentales. Sus mujeres tienen un sexto sentido para captar la incongruencia, el engaño y el vacío que hay en casi todo; sus hombres tendieron progresivamente a ser las víctimas del desorden que yace bajo lo habitual y los exploradores de las misteriosas conexiones que hay entre todas las cosas, pero que no sirven para huir sino para repetir lo mismo. De un armario se pasa a otro, pero todo son armarios; de ser un quídam perplejo se pasa a ser otro, aunque sea en la casa de enfrente (como sucede en Volver a casa y en Laura y Julio).

No hay que fiarse de los padres (que pueden no serlo o que pueden ser dos ridículos personajes cuya culpa caerá sobre nosotros: Tonto, muerto, bastardo e invisible), como no hay que fiarse en general de los pisos nuevos, del significado de las palabras, de las letras que las componen... ¿No hay que confiar, en su suma, en lo que llamamos realidad? ¡No hay que hacerlo en lo que ellos llaman realidad, que es muy otra cosa! A repensar lo que tal ente ha llegado a ser, Millás dedica sus novelas (la última, El mundo, regresa a la infancia donde siempre están los gérmenes de todo) pero también otros artilugios de escritura: columnas de prensa, comentarios de fotografías o reportajes en los que intenta descubrir que "hay algo que no es como me dicen" (ése fue el título de su investigación sobre Nevenka Fernández, la joven concejal de Ponferrada a la que convirtió en su amante un alcalde que tenía la edad de su padre). Y en eso sigue, porque -como muchos escritores de aquella promoción de novelistas- sabe que la ficción y la realidad, el artículo y el cuento, la novela y el informe son también, como los armarios y las cañerías, sorprendentes vasos comunicantes. Mediante su sabia utilización, los lectores de Millás vamos sabiendo un poco más de nosotros mismos, al par que él mismo lo averigua. Eso se pierden los que no lo leen y, por supuesto, los moradores satisfechos de aquella realidad usadera de la que tanto se benefician.

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FRAGMENTO LITERARIO: Premio Nacional de Narrativa

'MI PIERNA DERECHA' (Cuento inédito)

14/10/2008. El País

Mi padre estaba en el borde de la carretera, junto a su automóvil. Esperaba, con un bidón de plástico en la mano, que alguien lo recogiera. Yo iba en moto, con un casco que me ocultaba la cara. Me detuve junto a él sin identificarme.

-¿Te has quedado sin gasolina? -pregunté.

-Sí -respondió.

-Sube.

Mi padre subió a la moto sin haberme reconocido. Hacía cinco años que no nos veíamos, ni nos hablábamos. La última vez que nos habíamos dado un abrazo fue en el entierro de mi madre. Después, sin que hubiera sucedido nada entre nosotros, habíamos ido espaciando las llamadas telefónicas hasta que se cortó la comunicación.

Noté cómo agachaba la cabeza para protegerse del aire. Sin duda, reparó en el alza de mi zapato derecho, pues tengo esa pierna un poco más corta que la izquierda. Mi padre me había hablado muchas veces del disgusto que se habían llevado cuando, tras mi nacimiento, el médico les dio la noticia. Yo nunca lo he vivido como un drama, pero siempre me pareció que ellos se sentían culpables por aquellos centímetros de menos, o de más, según se mire: jamás conseguí averiguar cuál de las dos piernas consideraban defectuosa.

Conduzco con mucha agilidad, colándome entre los coches con movimientos que desde algún punto de vista podrían parecer imprudentes. Noté que mi padre, pese al pudor que le daba el contacto con otro hombre, se cogía a mi hombro con la mano izquierda mientras intentaba pegar a su muslo el bidón de plástico que llevaba en la derecha. Supe que no dejaba de mirar el alza del zapato. Sin duda, se habría preguntado por la posibilidad de que yo fuera su hijo. Quizá recordara la sucesión de médicos por los que había pasado, la cadena de radiografías, el rosario de soluciones, para llegar al fin a ese remedio sencillo, mecánico, de colocar un pequeño suplemento en el zapato de la pierna más corta. Entonces, ejerció sobre mi hombro una presión que podría interpretarse como una muestra de afecto a la que no respondí. Al poco llegamos a la gasolinera, donde se bajó de la moto con el bidón de plástico en la mano. Le dije que no podía llevarlo de regreso hasta su coche y él respondió que no me preocupara, que ya encontraría a alguien. Noté que intentaba ver mi rostro a través de la visera ahumada de mi casco. Esa noche sonó el teléfono un par de veces en mi casa, pero colgaron cuando lo cogí.

El cuento Mi pierna derecha pertenece al libro Los objetos nos llaman que publicará Seix Barral.

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ENTREVISTA: Premio Nacional de Narrativa JUAN JOSÉ MILLÁS Escritor

"Vivo en conflicto con las palabras"

JESÚS RUIZ MANTILLA - Madrid - 14/10/2008. EL PAÍS

El novelista y articulista conquistó ayer uno de los grandes galardones de las letras españolas con su novela 'El mundo', obra autobiográfica en la que el autor plasma su fascinación por la vida y por el lenguaje necesario para contarla

Un buen día, Juan José Millás se tendió sobre el diván de unos cuantos folios en blanco y comenzó a escribir una novela con título ambicioso: El mundo. El escritor, poco a poco, logró vencer el pudor que producen todos los desnudos autobiográficos, la terminó y la guardó en un cajón. "Para que reposara", dice. Cuando venció las dudas y supo que aquella confesión podría manejarse por la calle, se presentó al Planeta y ganó hace justo un año. "Estaba muy seguro de ella". Tanto, que el éxito de su obra más personal crece. Acaba de cumplir un aniversario redondo: ayer consiguió el Premio Nacional de Narrativa.


El mundo no es una novela épica, y sin embargo está regada con la aventura de la vida. Tampoco se trata de una obra que intente deslumbrar por el malabarismo de un lenguaje epatante, pero guarda en sus páginas verdades sobrecogedoras, auténticas y emocionantes sobre el poder de las palabras. En ella, Millás (Valencia, 1946) cuenta su infancia, su despertar. "El punto de vista en un escritor es indispensable, es ese espacio moral con el que miramos lo que nos concierne", dice el autor.

A las dos y media de la tarde, la calle de Juan José Millás se atesta de chiquillos con hambre. Salen del colegio que está al lado de su casa, en la Alameda de Osuna, y obligan a los viandantes a hacer eslalon entre un baile de hormonas. No es el hambre de estrecheces que Millás pudo vivir en su infancia valenciana y madrileña. Pero hay un hambre común. El de la curiosidad hacia todas las cosas. Cualquiera de esos chavales podría ser él mismo. Aprendiendo a ver la vida agazapado desde el mismo lugar: "Desde el sótano, a la vida hay que mirarla desde el sótano. A ras de suelo".

Ayer, Millás tuvo un gran día normal. Madrugó como un jornalero, desayunó café y fruta, dio su paseo diario con esos zapatos que imitan el andar de los masai, celebró con su mujer, Isabel Menéndez, que iban a empezar a imprimir una nueva edición de su libro El equilibrio emocional -de divulgación sobre psicoanálisis-, escribió dos columnas y a las 12.00 le llamó Rogelio Blanco, director general del Libro para darle la noticia. "No sabía ni que se reunía el jurado, ni que yo era finalista".

Tan lejos ha llegado aquella novela que parecía salida de una broma. "Me propusieron cerrar mi serie sobre las sombras en El País Semanal con una sobre mí mismo. Me pareció un chiste, pero cuando me dijeron que no, me obsesioné. Cuando logré disociarme y había tomado notas, se me ocurrió la primera frase y comprendí que ahí no había un reportaje, sino toda una novela", comenta.

Así que empezó: "Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina...". Y de golpe, como en un viaje astral, Millás se colocó allí, frente al niño que fue, desplegando recuerdos como un mapa. "Nunca pensé que fuera a hacer un libro autobiográfico. He llegado a descubrir grandes cosas. Tampoco creo que siga".

La memoria le llevó a toparse con grandes verdades creativas y a enfrentarse a su lucha con las palabras. Una batalla que Millás describe abiertamente en las páginas de El mundo. "Más que una rebelión, en mí siempre ha existido una extrañeza frente al lenguaje. Vivo en conflicto con las palabras. Para mí, son sonidos con textura, con olor, con sabor, son casi objetos. Algunas me penetran y me duelen, aquella relación ha sido fundamental para hacerme escritor". El misterio y esa constante escapada de la lógica que le jugaban los vocablos le fascinaba: "Podía pronunciar 'casa' y me imaginaba la mía, pero si decía 'ca', no se me aparecía sólo la mitad". En medio de esos problemas matemáticos, siempre ha buscado la verdad escondida y disfrazada por lo aparentemente importante: "Cuando hablo para escritores en ciernes siempre digo lo mismo, que no vayan al grano, al contrario, que lo fundamental puede estar en los detalles, en lo anecdótico, en los lapsus...". Como aquel chiste freudiano que él mismo cuenta: "Un amigo le dice a otro: 'El otro día tuve un lapsus grave'. '¿Cuál?', le preguntó: 'Le dije a mi mujer: Cariño, pásame la sal..., so cabrona, que me has arruinado la vida".

Más naciones. Art de Muñoz Molina

Más naciones

ANTONIO MUÑOZ MOLINA 04/10/2008. El País



Un titular de ABC me llama la atención: "La Nación filmada". ¿Las naciones se filman, como se fotografiaban los ectoplasmas en aquellas sesiones de espiritismo científico en las que tenían tanta fe inteligencias de primera clase como W. B. Yeats o Arthur Conan Doyle? Yo imaginaba que las naciones, como los fantasmas, eran entidades inefables, dotadas de una existencia conjetural o metafórica, sólo indudable gracias a un acto de fe. Las naciones, ha observado el historiador José Álvarez Junco, tienen una naturaleza paradójica: por una parte, según sus adeptos, han persistido rocosamente idénticas a sí mismas desde tiempo inmemorial; por otra, han de ser construidas o forjadas mediante esfuerzos educativos colosales, que suelen incluir la exposición de las mentes más jóvenes a dosis alarmantes de historia embustera y mediocre literatura.

La nación se construye, se forja. La nación se filma. A lo que se refiere el titular de ABC es a una película de José Luis Garci a punto de estrenarse,Sangre de mayo, que al parecer se inspira en uno o dos Episodios de Galdós para fantasear sobre la sublevación del 2 de Mayo en Madrid, con gran lujo de extras vestidos de manolos y chisperos y de protervos soldados franceses montados a caballo, exhibiendo corazas y penachos, esgrimiendo sables ensangrentados, cayendo abatidos por las navajas y los garrotazos del pueblo noble y heroico, de la Nación con su mayúscula de fervor colectivo y existencia indudable. La cultura española, me dijo hace poco melancólicamente un alto cargo del ramo, se extiende entre el principio del Paseo del Prado y el final de Recoletos, desde el Reina Sofía hasta la Biblioteca Nacional. La nación española, reverdecida por esta sangre cinematográfica de Garci -las naciones, por algún motivo, se robustecen gracias a los derramamientos de sangre- comprende el territorio modesto de la Comunidad de Madrid, en el que este segundo centenario del 2 de Mayo ha despertado un curioso fervor de celebraciones patrióticas. Si todo el mundo tiene su nación, ¿por qué nosotros íbamos a ser menos? Y no una nación cualquiera, una nación tibia, basada en esos principios de concordia constitucional que no entusiasman a nadie, y que tienen la antipatía de un matrimonio arreglado: una nación como Dios manda, con un pueblo primigenio y bravío, con retumbar de cañonazos, con vivas y mueras en las gargantas roncas, una nación con testosterona.

Hace un siglo los gobiernos todavía encargaban pinturas de historia de extensión panorámica para celebrar las glorias de la patria. Ahora se ve que encargan películas. También grandes exposiciones y montajes de mucho aparato teatral, en los que nunca falta la tradicional provocación vanguardista aportada por La Fura del Baus. En ABCJosé Luis Garci le da las gracias a Esperanza Aguirre y a su opulento mecenazgo oficial, como el artista que besaba con reverencia la mano de su patrón aristocrático en el Antiguo Régimen. La parte más leída de la derecha española invoca a veces el universalismo ilustrado para llevar la contra a los nacionalistas de la periferia, pero en este centenario del 2 de Mayo se ha lanzado desatadamente, al menos en Madrid, a un nacionalismo que copia sin reparo el de sus adversarios y al mismo tiempo recupera los decorados más arcaicos de cartón piedra, los trajes de época más apolillados de la patriotería hispana. De pronto es como volver a las ilustraciones de las enciclopedias escolares, a las películas grandilocuentes de los años cuarenta, a Daoíz y Velarde, a Agustina de Aragón. Individuos con patillas largas y pañuelos a la cabeza llaman gabachos a los franceses y disparan trabucos. Las divisiones de clase se disuelven en el fiero entusiasmo unánime contra el invasor. ¿Quién va a negar la existencia de la nación española, si se alzó victoriosamente contra Napoleón, si hasta puede ser filmada?

Contra los delirios de la política y de la ideología el mejor antídoto es el trabajo de los historiadores. Espantado por el regreso de la épica del 2 de Mayo -la épica es siempre el envoltorio palabrero de la carnicería- voy a buscar refugio en el historiador Álvarez Junco, en un libro literalmente imprescindible, Mater Dolorosa: la idea de España en el siglo XIX, que trata del modo en que hechos históricos y puras ficciones se mezclan para crear la leyenda de un pasado nacional que legitime los sueños o los desvaríos políticos del presente, que dé algo de solidez al terreno movedizo en el que suele asentarse cualquier tentativa de comunidad civil. A lo largo del siglo XIX, el 2 de mayo de 1808 dejó de ser un acontecimiento confuso y ambiguo, fácilmente desfigurado por el recuerdo, sometido al escrutinio de la historia, para convertirse en el día sagrado de la fundación nacional. Fundación de lo nuevo y también despertar de lo antiguo: el problema es que ese espejismo de unanimidad encubría explicaciones de los hechos opuestas entre sí, relatos que tenían en común poco más que los detalles escenográficos. Para los liberales, el pueblo sublevado era la encarnación de la soberanía nacional, y por tanto de las libertades constitucionales que habrían de barrer el Antiguo Régimen; para los reaccionarios, el pueblo era la noble masa oscurantista y católica alzada en rebeldía contra las ideas extranjeras y corruptoras de la Revolución Francesa; el pueblo, analfabeto y primigenio, desbordó a las élites ilustradas que se hicieron cómplices del invasor y preparó el terreno para el regreso triunfal del rey absoluto, don Fernando VII. Muchos años después, cuando la guerra casi había desaparecido de la memoria viva, en los tiempos de frágil esperanza liberal de la Revolución de 1868, Benito Pérez Galdós fijó la épica liberal y popular del 2 de Mayo, en la primera serie de los Episodios Nacionales.

Pero muy pronto, en la 'Segunda serie', la cándida ensoñación progresista de los primeros episodios se contamina de desaliento y oscuridad, como si de las litografías patrióticas en colores chillones Galdós hubiera pasado a las tinieblas siniestras de losDesastres de la guerra, donde Goya no dejó ni un resquicio para las mentiras de la épica. En la primera serie Gabriel Araceli empieza siendo un pícaro y llega a ser un héroe; en la segunda, su protagonista, Salvador Monsalud, tiene la pesadumbre de quien se encuentra atrapado por los espectros de un país fratricida. Lo que hay en Goya y en el Galdós desengañado es una forma de lucidez incompatible con los entusiasmos baratos del patriotismo y con la complacencia que debe de sentir quien se imagina miembro de una colectividad sagrada, limpia de culpa y de mancha, separada de los extranjeros y de los enemigos por una línea indudable. La Guerra de la Independencia, que según Álvarez Junco tardó mucho en llamarse así, fue sobre todo, como cualquier guerra, un vendaval de destrucción y de envilecimiento, de crueldad sin motivo y sacrificio de inocentes; también una guerra civil cuyas heridas, en lugar de curarse, se agravaron a lo largo del siglo, con una persistencia en la discordia y el desastre de la que nadie, ni el patriota más obtuso, puede estar orgulloso. Como Luis Cernuda en el destierro, la única patria en la que uno se siente acogido es el país ancho y generoso que inventó Galdós. -

Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX. José Álvarez Junco. Taurus. 304 páginas. 22,95 euros.